lunes, 9 de mayo de 2011

Privilegios


Me doy cuenta de que escribo de cuando en cuando. Pero ya lo dijo el filósofo, vale más callar y parecer tonto, que hablar y confirmar que lo eres. Pensando en esto he llegado a la conclusión de que escribo cuando tengo algo que escribir, y no me voy a dedicar a rellenar ciber-páginas con pajas mentales diversas.

En muchos aspectos de mi vida he de sentirme privilegiado: tengo un trabajo que me llena, con una oficina con unas vistas maravillosas. Tengo una pareja de la que me siento orgulloso en cualquier aspecto que a ella se refiere, la amo con locura. Tengo una familia que me apoya, me quiere y me respeta, tengo unos amigos que aunque lejos siempre están cerca, tengo salud, dinero no me falta... Pero además tengo el privilegio de poder observar a mucha gente.

Me he dado cuenta de que me gusta observar a la gente, no en el tono morboso que muchos pensarán sino desde un punto de vista del comportamiento. Recientemente me sucedió algo que me impactó muy profundamente mientras me dedicaba a eso precisamente: a observar.

Estaba esperando a embarcar en un vuelo de Málaga a Barcelona, tras un día de los que digamos que han sido cuando menos duro. Estaba fijándome en la cola de gente que también esperaba a embarcar, hay de todo: tenemos a la pareja que viaja en avión de ciento en viento y por ello se creen los reyes del mambo, mirando por encima del hombro a todo aquel que pasa por su lado (señores, viajan en una low cost...), también tenemos a la pareja madura que no han viajado en avión desde el viaje de novios (con un poco de suerte), todo les llama la atención y están muy atentos para no despistarse ni perderse nada; están los ejecutivos que toman el avión como un autobús, los jovenes de vacaciones, y luego los tripulantes que vamos de extra: una azafata de Air Europa mirando inquiétamente el reloj y yo, pero de pronto, en esta zona de "apestados aeronáuticos" se cuela una figura que no encaja.

Allí sentada en el otro extremo de la ventana, frente a la azafata, una chica de unos 20 o 22 años llora como una magdalena. No lleva uniforme, va vestida de una manera informal, con vaqueros, botines, un polo y un jersey. Pelo castaño, rizado y largo que le cae sobre los hombros. Ojos color miel empañados por profusas lágrimas. Aparte de que no está en la cola de embarque, nada fuera de lo habitual. Se puede llorar por muchas cosas. ¿O no?

La gente entra al avión y sólo quedamos la azafata y yo, y la chica, que durante todo el tiempo ha estado inquieta mirando hacia la zona de acceso al aeropuerto, mirando alternativamente el reloj y la cola y el reloj de nuevo, y con cada mirada a las manecillas suelta otra oleada de lagrimas. Lo mira de nuevo y niega con la cabeza. Ya no quedan más que diez o doce personas y pasa el control. Cuando ya no queda nadie pasamos la azafata y yo, todavía faltan como veinte personas que se agolpan en el finger a la puerta del avión y entre ellas ¡la chica!

Allí está apartada en una orilla todavía llorando y mirando hacia la parte de arriba del finger, cuando la mujer de la puerta de embarque baja, la chica de derrumba, vuelve a negar y las lágrimas ruedan por sus mejillas aún más intensamente. Le entrega la tarjeta de embarque a la sobrecargo que educadamente le saluda y me mira, se encoje de hombros y me saluda.

No volví a ver a la chica cuando llegué a Barcelona, pero me dí cuenta durante el vuelo de que acababa de ver una de las escenas más tristes de mi vida. No se si era chico o chica a quien esperaba, no se si era joven o maduro, tal vez fuera un familiar, pero no llegó. Jamás vi a alguien llorar y ansiar tanto a alguien como a aquella chica. Qué escena tan triste ver como alguien se decepciona y deja atrás aquello que anhela...